Decisiones públicas
- Yuri Enrique Rodríguez L.
- hace 13 minutos
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En las democracias contemporáneas, decidir desde lo público constituye uno de los actos más complejos del quehacer estatal. A diferencia de la decisión privada, guiada por la maximización de intereses particulares, la decisión pública debe conciliar valores, información y legitimidad en contextos de incertidumbre. En ella convergen la racionalidad técnica del experto, la sensibilidad política del gobernante y la expectativa moral del ciudadano. Pero ¿qué debe prevalecer: la evidencia o la ideología? ¿el diagnóstico o la visión? ¿y quién asume el costo cuando las decisiones fallan?
La idea de fundamentar las políticas públicas en evidencia, conocido comúnmente como evidence-based policy se originó en la tradición anglosajona, pero ha adquirido relevancia en América Latina gracias a esfuerzos por institucionalizar la evaluación y el análisis de impacto. Sin embargo, reducir la decisión pública a un acto técnico sería desconocer su naturaleza política. Autores como Aguilar Villanueva han señalado que las políticas no se definen solo por lo que resuelven, sino por el conflicto de valores que expresan. En ese sentido, la evidencia ilumina el camino, pero no reemplaza el juicio político. Por lo tanto, la ideología, entendida no como dogma, sino como sistema de valores que orienta la acción, sigue siendo necesaria para dar dirección a los datos. La decisión pública exige, por tanto, un equilibrio: la técnica asegura coherencia y eficacia; la política, sentido y legitimidad.
Toda decisión es una apuesta sobre el futuro, en su sentido más prospectivo, pero su calidad depende del modo en que se comprenda el presente. Como advierte el exmandatario y académico costarricense Carlos Alvarado Quesada, “un buen gobierno se construye sobre diagnósticos correctos y diagnósticos correctos exigen instituciones que escuchen, midan y aprendan”. La formulación de políticas públicas requiere entonces una lectura rigurosa del problema: sus causas, actores, incentivos y contextos. Un diagnóstico errático puede distorsionar la política mejor intencionada. En América Latina, por ejemplo, abundan programas sociales diseñados sobre supuestos incompletos de pobreza o seguridad, que terminan reforzando las desigualdades que buscaban combatir. Como enseñaba Charles Lindblom, pionero en el estudio de las políticas públicas con su teoría del incrementalismo, el decisor público “navega a tientas”, ajustando gradualmente sus acciones según nueva información. El diagnóstico no es una verdad estática, sino una hipótesis revisable.
Desde la perspectiva jurídica, el análisis diagnóstico también condiciona la validez del acto administrativo o legislativo: sin fundamento de hecho, no hay justificación de derecho. En ese sentido la vinculación del derecho con las políticas públicas debe garantizar que las decisiones colectivas estén ancladas en evidencia verificable y principios de razonabilidad.
Toda decisión pública produce ganadores y perdedores, beneficios y costos. Pero ¿qué ocurre cuando la sociedad asume el costo de una mala decisión? ¿pierde legitimidad el gobernante si erró pese a haber consultado? Noberto Bobbio recuerda que la democracia no garantiza la corrección de las decisiones, sino la corrección del proceso para adoptarlas. Una política errada, pero debatida y transparente, puede ser más legítima que una técnicamente impecable pero impuesta.
En la tradición republicana (dicho por las repúblicas), la accountability, o responsabilidad pública, es el mecanismo que equilibra la libertad de decidir con la obligación de rendir cuentas. Ello implica que la participación ciudadana no exonera al Estado de sus deberes, pero sí distribuye simbólicamente la responsabilidad. Cuando la consulta ha sido real y el error honesto, la sociedad asume el costo como parte de su aprendizaje colectivo. En cambio, cuando la decisión se toma sin diálogo, la carga del error recae íntegramente sobre la autoridad. En la práctica, esto plantea un dilema moral y jurídico: la consulta no puede ser un ritual legitimador, sino un proceso deliberativo sustantivo. En este caso, Habermas lo expresó con claridad: la legitimidad democrática surge del “proceso discursivo racional” mediante el cual las normas se justifican ante los afectados.
Decidir desde lo público exige una combinación de razón, deliberación y ética. La evidencia permite conocer, la política orienta, y la legitimidad sostiene. Como advierte el autor español Jordi Serra, en el contexto iberoamericano “el desafío no es solo decidir mejor, sino decidir juntos”. La decisión pública debe ser, en última instancia, un acto de inteligencia colectiva. Por ello, más que buscar decisiones infalibles, las sociedades deben construir instituciones que aprendan: que evalúen, corrijan y transparenten. El error, cuando es reconocido y explicado, puede fortalecer la confianza pública más que la simulación de aciertos. En definitiva, decidir desde lo público no es imponer certezas, sino administrar incertidumbres con responsabilidad compartida.
Referencias:
1. Aguilar Villanueva, L. F. (1992). La hechura de las políticas públicas. México: Miguel Ángel Porrúa.
2. Alvarado Quesada, C. (2017). Gobernar para el bienestar. San José: EUNED.
3. Bobbio, N. (1984). El futuro de la democracia. México: FCE.
4. Cunill-Grau, N. (2014). La institucionalización de la evaluación en América Latina. CLAD
5. Habermas, J. (1998). Facticidad y validez. Madrid: Trotta.
6. Kliksberg, B. (2011). Más ética, más desarrollo. Buenos Aires: Paidós.
7. Lindblom, C. (1959). “The Science of Muddling Through.” Public Administration Review, 19 (2), 79 – 88.
8. O’Donnell, G. (1998). Accountability horizontal: la institucionalización legal de la desconfianza política.
9. Ramírez de la Cruz, E. (2020). Política pública y análisis de gobierno. México: CIDE.
10. Serra, J. (2019). Decidir juntos: gobernanza y políticas públicas en el siglo XXI. Madrid: Tecnos.
11. Sustein, C. (2008). Nudge: improving decisions about health, wealth, and happiness. Yale University Press.
